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Ver para descreer. Infiltraciones, camuflajes y otros lugares artísticos

Septiembre de 2004. Un bar de Sao Paulo por la tarde. La gente,repartida entre las sillas y taburetes del local, hace lo que se hace en los bares: tomar algo, charlar, leer el periódico. Se enciende la tele y aparece la retransmisión de un partido de fútbol en el canal internacional de Televisa, un encuentro entre las selecciones de Brasil y México. Los clientes murmuran desconcertados porque nadie tiene noticia del partido -algo verdaderamente extraño en Brasil cuando juega la selección-, mientras miran en balde las páginas deportivas y la programación televisiva en los diarios. En todo caso, el partido comienza y todas las miradas se dirigen a la pantalla. Parece un torneo amistoso, pero incluso siendo así, es extraño que no se haya anunciado... en fin. El partido empieza mal para Brasil, que pronto encaja dos goles. Los minutos pasan y los astros brasileños no parecen tener el día. Llegan el tercero y el cuarto... el quinto, el sexto de México. A la media parte, el resultado es de México 9, Brasil 0. El entrecejo de la gente está angulado; qué partido más extraño, qué goleada, qué ridículo. Sin embargo, no hay lugar a dudas, México está machacando. Tras la publicidad, comienza la segunda parte. Nada cambia: los goles mexicanos se suceden mientras los locutores de Televisa no esconden su regocijo por la paliza contra el pentacampeón del mundo. La gente en el bar ha optado finalmente por tomárselo a guasa. El resultado final es de escándalo: México 17, Brasil 0. ¿Quién, en Brasil o México, había soñado jamás con semejante marcador? Nadie. Unos, porque saben que nadie les puede colar tal correctivo. Otros, porque saben que nunca lo podrán hacer realidad. Ahí radica uno de los aspectos fundamentales de este hermoso video del artista mexicano Miguel Calderón; intentar introducirse en la proyección del "destino manifiesto" de ambos países. A través del fútbol, mediante una broma, pero con la mira puesta en algo más. Brasil siempre gana. México no. Como una vez señaló el escritor Gilberto Prado, "en el fútbol y en la vida diaria, al mexicano le gusta el ornamento y no la eficacia; gusta del exceso en vez de encarar directamente a portería; eso nos ha costado que en los mundiales nunca hayamos llegado a una semifinal". Por el contrario, el juego de Brasil, siempre florido, es al mismo tiempo eficaz y resolutivo, contrastando con la imagen que la mayoría de brasileños tienen a menudo sobre su propio país. Con la abultada victoria de México, parecería que, por fin, se deshacen las etiquetas de ganadores y perdedores. La pieza fue presentada en el marco de la Bienal de la ciudad, pero el artista tenía claro que si quería infiltrarse en los sentimiento de los aficionados debía hacerlo de manera que no pareciera "arte", porque, o bien, la gente hubiera pasado de la tele, o bien sólo habrían "reído la gracia". La cuestión era "meterse", durante unos minutos, en las pasiones inmediatas del público, hasta el momento en que, lógicamente, sospecharan. Ahora, imagínense un actor, performer, en fin, qué más da, que quisiera escenificar la miseria extrema y que, para ello, decidiera llevar los límites de las cosas un poco más allá. En 1992, Joan Simó se vistió de mendigo a fin de sentarse en la calle con actitud de pedir. Se recogió disimuladamente una de las piernas, introdujo una pata de jamón serrano ya casi descarnada en la pernera vacía del roído pantalón, le puso un calcetín y un zapato, y la cubrió de nuevo con el pantalón. En el punto más álgido de sus hambrientos quejidos, el actor se arremangaba la pernera y con un cuchillo roñoso, en medio de tremendos alaridos y a la vista de todos los que se atrevían a mirar, se cortaba los pocos jirones de jamón que le quedaban al hueso y se los llevaba a la boca. El efecto era estremecedoramente realista: así lo atestiguaban las caras de los viandantes que no estaban al quite de la “comedia”. No faltó algún vómito. Tiempo después Simó introdujo el número en una obra teatral. Y el asco dio paso a risas y complicidad. Preguntarse sobre la esencia del arte, no es más que preguntarse sobre cómo sé que algo es arte o no. Sé que algo es arte cuando el entorno en el que se presenta está codificado artísticamente: una galería, un museo, o a través de unos patrones visuales como el marco, el escenario o el estilo. Pero ¿qué pasa cuando, por ejemplo, una instalación que habitualmente se muestra en un museo la situamos en medio del metro o al lado de un basurero? El viejo Duchamp abrió el camino para una comprensión de ese curioso fenómeno entre arte y entorno cuando en 1913 compró una letrina y la expuso sobre una peana en una galería. Pero Duchamp sólo indicó un camino, el que va de “la calle” al “arte”. No entró a imaginar el camino inverso, el de introducir un objeto artístico en la calle y que así perdiera su “arte”. Y no lo hizo, porque él mismo había ayudado a crear una fenomenal paradoja: si tengo un urinario como si de una escultura se tratara, ¿cómo puedo volver a ponerlo en la calle sin que parezca un simple y vulgar urinario? Pasados noventa y cinco años de aquello, ¿cómo saber hoy que algo es arte o no? La artisticidad, ¿la otorga la obra, el proceso, el contexto? La mayoría de las personas consumen arte en entornos codificados a tal efecto, por lo que “hemos de cambiar el chip” cuando nos acercamos a ellos. Nos preparamos psicológicamente para enfrentarnos a las obras porque sabemos que, si no fuera así, no seríamos capaces de “interpretarlas” adecuadamente. No obstante, en la mayor parte de los casos, nunca sabemos si las hemos interpretado bien o no, dado que, por ejemplo, numerosos artistas tampoco están dispuestos a contarnos el porqué las han hecho de una o de otra manera: el maldito formalismo hermético, secretista, genialista y sólo para entendidos. Pensar la obra para entornos que no sufren de esa codificación puede revelarse como una forma de reconocer que, a menudo, los espacios artísticos perjudican los efectos de sorpresa, misterio (que no secreto), cortocircuito, participación o interacción. Cierto es que, al presentar las obras en un museo o en una galería, éstas siempre disfrutan de la “visibilidad”, las podemos reconocer como tales. En cambio, situar las obras en espacios no artísticos, conlleva casi siempre su invisibilidad, su confusión, pero, paralelamente, a veces pueden generar reacciones del todo imposibles en el marco cerrado del museo, o del entorno que se supone el propio o natural de un mensaje determinado. “Quintacolumnear” procesos artísticos conlleva a veces la posibilidad de percibir, aunque sea por un instante, la maquinaria interna del reloj; observar los mecanismos reales que hacen posible la anodina pero descomunal fuerza de la lógica social derivada del abuso de lo real. Cuando Orson Welles adaptó “La guerra de los mundos” de H. G. Wells a la radio en 1938, sólo tuvo presente una única consideración: que no hubiera cesuras, interrupciones, fronteras entre la emisión normal de la cadena y la ficción. Del anuncio publicitario y del noticiario habitual, se pasaba sin traumas narrativos o estilísticos al seguimiento de la llegada de los marcianos a la tierra. La fuerza de la historia radicaba en que, al no tener que cambiar la audiencia el chip interpretativo, la realidad de la ficción podía llegar a hacerse insoportable por lo verosímil. Al mismo tiempo, eso daría pie a otras lecturas, que aunque moralmente estuvieran en las antípodas de lo que Welles planteaba, no dejaban de ser peligrosamente similares. Goebbels, el ingeniero del lenguaje propagandístico nazi, proclamaba que “cuando la verdad la pones entre mentiras, acabará siendo mentira, y si eres capaz de repetir esa mentira hasta la saciedad, de manera natural, esa mentira se convertirá en verdad”. A estas alturas, ya todos conocemos la terrible fuerza de esa verdad: el siglo XX ha sido un cualificado master en esa materia. Y no menos lo está siendo el XXI: ya sólo los ingénuos pueden sorprenderse al descubrir que la famosa escena de la turba tirando abajo la estátua de Saddam en el Bagdad recién ocupado por los tanques gringos fue un montaje de los servicios de propaganda del Pentágono. Como agudamente dijo alguien en Argentina: “si hoy no sospechas permanentemente es que no estás bien informado”. No tan paradójicamente, creadores, políticos y publicistas usan de las mismas técnicas de camuflaje, de infiltración, de prestidigitación y de ventriloquía; a veces para romper barreras psicológicas demasiado enquistadas por la omnipresencia de la “sospecha”; a veces para aprovechar el camino despejado que ofrece una vida indiferente causada por la desaparición de herramientas que proporcionen criterios objetivos de juicio: esto es, fiarse solamente de lo que vivo como realidad propia. Pero, ¿y qué demonios es la realidad propia sino la realidad que nos “parece” propia? ¿Hasta qué punto la realidad que percibimos como “propia” no es el resultado de estrategias precisas de manipulación e inducción perceptiva? Recientemente, el psicólogo educativo británico Stuart Nolan presentaba, en el marco de un simposio sobre ilusionismo y percepción en el MediaLab de Madrid, un caso verdaderamente sorprendente que hizo a todos los presentes preguntarse sobre la libertad de los actos que creemos “objetivamente nuestros”. Un mago, Derren Brown, invitó a dos publicistas de la conocida agencia Saatchi a una oficina para desarrollar un pequeño experimento. Les puso un taxi en la puerta de la oficina que los llevaría hasta el lugar de encuentro. Una vez allí, el mago les propuso que realizaran un boceto de campaña publicitaria –sobre lo que quisieran- a partir de unos animales disecados presentes en la sala. Les dio una hora de tiempo, pero antes de dejarlos solos trabajando, puso encima de una mesa un sobre sellado en el que, afirmaba, se encontraba exactamente el mismo resultado al que llegarían los publicistas. Lógicamente, los creativos se lo miraron, incrédulamente, con sorna, mientras el mago abandonaba la sala. Al cabo del tiempo pactado, Brown volvió a entrar. Los publicistas habían esbozado una campaña sobre una supuesta empresa de animales disecados. Al abrir el sobre cerrado sobre la mesa, y ante la estupefacción de los publicistas, el contenido del mismo era exactamente igual a su propuesta: el mismo eslogan, la misma composición, idéntica orientación. ¿Cómo podía ser esto? Brown mostró entonces a los creativos un video en el que se mostraba el recorrido del taxi que los había llevado desde la oficina al lugar de encuentro. A lo largo de todo el trayecto, el mago había colocado una serie de signos, imágenes y eslóganes, camufladamente emplazados en pirulís publicitarios, bolsas de la compra en manos de algunos peatones o carteles en kioscos, que reproducían las imágenes y frases que después serían “creados” por los publicistas. Obviamente, éstos los habían visto, pero no eran conscientes de ello. Consecuentemente, el mago les había inducido a desarrollar una determinada imagen sin que los publicistas lo supieran. Ambos creativos -y los presentes en la sala de conferencias en donde se mostraba este evento- se preguntaban, no exentos de cierta angustia: ¡Demonios! ¿Y cómo sé yo que las cosas que creo hacer libremente no son nada más que el resultado de la inducción de alguien? ¿me exige eso la necesidad de estar constantemente pendiente del entorno para así evitar ser manipulado? ¿y cómo sé lo que es manipulación, si no sé cual es la finalidad de la misma? ¿cómo detectarla? Cuando algo parece natural, como el suelo, se tiende a no interpretarlo, a no prestarle atención. Pero, un detalle extraño, una mirada más atenta de lo normal, una leve dislocación pueden hacer que el suelo devenga una realidad central, no una simple sombra por debajo de las cosas. Hace bastantes años, durante la lectura de un libro sobre la historia del Sputnik, que giraba en torno a la manipulación de los archivos soviéticos respecto a algunos de los fracasos espaciales, el que pergeña este texto se encontró ante una noticia que le despertó cierto recelo. Según el libro, perfectamente documentado, una nave de regreso de una de las misiones tripuladas de los años setenta aterrizó sin el cosmonauta a bordo. El gobierno destruyó todas las evidencias del escándalo de sus archivos. Todos los indicios señalaban que el tripulante había “abandonado” el cohete. Es más, había incluso dejado una nota que supuestamente reflejaba un trance onírico. En ella se leía: “Yo he visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión…”. Vaya, esa frase era demasiado familiar, ¿dónde la había oído antes? Finalmente lo recordé: Blade Runner. Todas las alarmas se dispararon. ¿Qué diablos tenía entre manos? Comencé a leer el libro de nuevo a la busca y captura del código que me permitiera descifrar el misterio. El cosmonauta se llamaba Ivan Istochnikov, y su retrato también me era muy cercano. “Istochnikov”, traducido al castellano, es “fuente cubierta”. ¡Bingo! Joan Fontcuberta. Cuando un día conocí en persona al fotógrafo le rendí mi más sincero tributo. Me había engañado por completo, infiltrándose en mi ciego entusiasmo por los temas espaciales, y confirmando la famosa máxima de Harry Houdini: “es en el entusiasmo en donde mejor se produce el engaño”. Durante la Expo’92 de Sevilla, el artista Rogelio López Cuenca colocó entre la señalética oficial del recinto, la que indica los recorridos o el emplazamiento de los pabellones y servicios, toda una batería de pivotes y postes informativos, prácticamente idénticos a los oficiales. En ellos, no se leía la información al uso, sino iconos y flechas asociadas a palabras como “echargede”, “esouslabanal”, “geles” o “enzameta”. En donde la dirección de la Expo vio desconcierto y confusión, y por tanto la razón lógica para la suspensión del proyecto, el artista veía la posibilidad de atajar la proposición mecanicista de un orden informativo al servicio de una visión del evento y del mundo en clave de mapa. El cortocircuito de ese mapa podía comportar una cierta paralización de las estrategias políticas que lo habían dibujado. En otra ocasión, López Cuenca colocó una señal a la entrada de Oporto, una de esas señales informativas de tráfico en las que casi nadie pone el ojo: ahí estuvo algunos días, hasta que fue retirada. En ella, aparecía el pictograma de un policía con la porra levantada y con la clara intención de repartir leña, en fondo azul, enmarcado por las estrellas de la Unión Europea y con un eslogan que rezaba: “Bienvenidos”. ¿Qué comentarios harían los conductores que se fijaran por casualidad en esa señal? ¿hasta qué punto descartarían que la señal fuera oficial? Las posibilidades de realizar un “bypass” a los códigos que consideramos naturales o apropiados pueden ser muy ricas y sabrosas. En 1999, el artista alemán Christian Jankowski presentó, en el marco de la Bienal de Venecia, una obra en video titulada “Telemistica”. Resultado, probablemente, de la presión que el evento impone al artista, Jankowski optó por un doble ejercicio de infiltración. Por un lado, decidió llamar en directo y grabar a los tarotistas de algunas cadenas italianas de televisión pidiéndoles que les “echara las cartas” y que hicieran una predicción sobre el efecto que la obra de arte que estaba realizando iba a tener en su carrera. Por el otro lado, presentaba la grabación, así, sin más aderezo, sin ningún atisbo de artisticidad, a excepción de la simple proyección en una pantalla y del entorno mismo de la Bienal. Los tarotistas se erigían en críticos de arte mediante una simple interpretación de las cartas que iban apareciendo, lo que suponía, en el marco de la muestra, una parodia afilada del papel otorgado a los expertos artísticos: ¿representaba ese proyecto una posible respuesta a la pregunta no formulada por Duchamp acerca de cómo ir del arte a la realidad cuando el arte ya sólo se define por parodiar la realidad? En 1996, los críticos y artistas canadienses Donald Goodes y Anne-Marie Leger iniciaron la producción de una serie de televisión bajo el nombre de “Each and Everyone of You can make Contemporary Art” (Todos vosotros podéis hacer arte contemporáneo). La idea era utilizar el formato de los programas de bricolage doméstico o de cocina para explicar a los espectadores cómo hacer arte contemporáneo de una manera fácil y didáctica. El reto principal era conseguir que el programa no pareciera realizado desde las premisas de la práctica profesional del arte, sino que apostara por una lógica mecánica similar a la elaboración de un mueble o de un plato culinario: “en el momento en que apareciera un artista con su verborrea y sus abstracciones, la gente cambiaría de canal. La cuestión era presentarlo a través de un presentador que hiciera de gancho; alguien que, como el propio espectador, se riera y pusiera en solfa los secretos y hermetismos del arte moderno”, declaraba Goodes. Se realizaron 3 programas diferentes que cubrían diferentes temas: “la instalación rara”, el “arte político” y el “arte feminista”, y fueron emitidos en canales privados de pago norteamericanos. La serie fue un ejemplo perfecto de camuflaje. Mediante el recurso a un formato televisivo altamente codificado, los autores intentaban transmitir las supuestas esencias del arte contemporáneo utilizando el propio lenguaje cáustico que miles de personas emplean para referirse a producciones artísticas contemporáneas. El resultado no podía ser más irónico: centenares de familias canadienses se ponían a decorar sus casas a imitación de la pieza que el programa explicaba como realizar. El mito de la originalidad, de la autenticidad y de la inspiración quedaba hecho añicos a la vista de una misma obra hecha en serie pero elaborada por familias entusiastas. Pero, al mismo tiempo, el programa era capaz de explicar con todo lujo de detalles las razones por las cuales las obras se hacían “de esa manera”, y no de otra. El público, finalmente, podía comprender determinadas premisas que habitualmente les eran ninguneadas por el mundo profesional del arte. ¿Hubiera sido ello posible desde un museo, desde una revista especializada, o incluso desde la televisión pero a través de personajes codificados artísticamente? Observemos de cerca otro modelo de infiltración cuyo objetivo es precisamente instalarse, como quien no quiere la cosa, en los “lugares comunes” de percepción, a fin de crear sutiles interrupciones. Hempreslaràdio (Hemostomadolaradio) fue un proyecto basado en la constatación de que, en un medio como el radiofónico, tan altamente secuestrado por las fórmulas, es prácticamente imposible hacer un proyecto artístico. La gente simplemente cambia de emisora. La idea era, pues, camuflarse en el entorno habitual del medio y ofrecer un producto que no “pareciera” artístico pero que, en el fondo, quebrara determinados códigos al uso. De entre los varios trabajos llevados a cabo, uno fue especialmente ilustrativo. El artista Guillermo Trujillano adoptó el formato de radionovela por entregas para canalizar una reflexión irónica sobre los artistas, las becas y el uso social que se hace de la competitividad entre creadores. La radionovela le servía para camuflar un mensaje “extraño” al medio a través de una fórmula fácilmente comprensible por la audiencia. La trama no podía ser más simple: el conocido artista Antoni Abad (interpretado por él mismo, como la mayoría de personajes que aparecían) se subía a la azotea de la Torre Agbar de Barcelona tras conocer que se le había denegado una subvención pública de 20.000€, y amenazaba con tirarse al vacío. Los movimientos, los posicionamientos y las opiniones del mundo del arte frente al ataque de ira del artista formaban el divertido hilo conductor de la serie. Las diferentes entregas del programa fueron emitidas en varias emisoras, sin hacer constar nunca que se trataba de un proyecto artístico. En una de las negociaciones que mantuvo el artista con la popular emisora RadioTaxi a fin de plantear la emisión, surgió la dificultad de insertar el programa en la cadena. A modo de contrapropuesta, la emisora ofreció la posibilidad de realizar un videoclip para uno de sus programas musicales en televisión. El resultado fue un videoclip musical titulado “Llévame al museo, papi”, de estilo regetón/flamenco que, utilizando todos los códigos habituales del género, transmitía un equívoco mensaje sobre la frontera entre la “alta” y la “baja” cultura. Los efectos de la ocultación de la intencionalidad “artística” del producto en el receptor se pueden apreciar plenamente en los comentarios de los espectadores que aparecen en la página de YouTube en la que se muestra el video. La falsificación, la simulación, la suplantación, el camuflaje, la infiltración: técnicas todas que persiguen la confusión, la creación de un estado perceptivo descentrado. Pero, ¿con qué intención? ¿por qué querrían los artistas confundir aún más un entorno ya suficientemente saturado de informaciones contradictorias? Algunas respuestas a esas preguntas pueden surgir de comprender que para infiltrarse en el sistema, hay que usar sus mismas tácticas. Joey Skaggs es uno de los más conocidos “pranksters” o “hoaxers” del mundo arte. Las “acciones” de este norteamericano se enmarcan en el camino tomado por aquellas y aquellos creadores que, mediante el “engaño”, intentan introducirse en la hipocresía de unos medios “engañosos” cuya supuesta objetividad nada tiene que ver con el interés por la verdad. De entre los numerosos trabajos llevados a cabo por Skaggs, uno de los más sonados fue “The Solomon Project” en 1995. En medio del circo mediático que supuso el juicio al conocido deportista O. J. Simpson, acusado de asesinar a su esposa y al amante de ésta, Skaggs desarrolló un elaborado proyecto consistente en la construcción mediática y verosímil de un programa informático capaz de solucionar los “problemas críticos de la justicia americana”. Ese programa analizaría “todas las evidencias, las voces de testigos, abogados y jueces, además de evitar injusticias por raza, sexo, religión o situación económica”. Para ello, adoptó una personalidad ficticia (el Doctor Joseph Bonuso), simuló rodearse de expertos legales e informáticos de primer orden y aparentó tener el apoyo de grandes universidades. A través de diversos mensajes a los medios de comunicación, fue paulatinamente creando un cierto estado de opinión a favor de la automatización de la justicia mientras, en paralelo, promocionaba el revolucionario software. Finalmente, tras meses de intenso trabajo de “zapador”, consiguió que la cadena CNN se decidiera a realizar un reportaje sobre la “máquina” que fue emitido en todo el país. Con el objetivo de “engañar” a la cadena, Skaggs alquiló una enorme oficina y la vistió con equipos informáticos frente a los que sentó a unos compinches que se hacían pasar por genios de la programación. En los monitores, un simple interfaz que no servía para nada hacía las veces de fachada ultratecnológica. CNN nunca requirió a Skaggs o alguno de sus “expertos” ver cómo funcionaba el programa. La cadena elaboró el reportaje bajo las premisas derivadas de los comentarios del Dr. Bonuso (Skaggs), apostando sutilmente por las ventajas de una justicia informática. A los pocos días, Skaggs hizo público el fenomenal engaño, obligando a CNN a retractarse de la noticia en sus principales programas informativos. Un engaño, pues, había conseguido desenmascarar el permanente engaño al que muchos medios están entregados. Porque, si la CNN era capaz de creerse una patraña como la ideada por un artista –alertaba Skaggs-, ¿cómo no creería a pies juntillas las falsificadas verdades de la policía o del gobierno? Hace algunos meses, los espectadores de la cadena de televisión checa CT2 que contemplaban el habitual parte meteorológico, consistente en panorámicas de la cámara sobre los paisajes, observaron “en vivo y en directo” la explosión cegadora de una bomba nuclear, con su característico hongo. Durante la noche anterior, el colectivo de artistas Ztohoven, cambiaron los cables de una cámara apartada y sin supervisión y conectaron su propio video, en el que se había editado la panorámica de siempre pero con efectos digitales. No pasó nada. En los días posteriores a la broma, los espectadores manifestaron su complicidad con la idea, y sólo el gobierno se apresuró a declarar que serían multados por “intento de alarmismo”. “Intento de alarmismo”. Estas producciones, ¿tratan realmente de alarmar sobre algo? Quizás sí. No pocas veces se ha definido al arte como una forma de “alertar” sobre lo que nos rodea: alertar sobre un sentido demasiado mecanicista de la vida; sobre una comprensión del mundo y del yo excesivamente fundamentada en el sentido común y la lógica; sobre un sistema demasiado deudor de premisas ilusionistas que “divierten” la atención sobre lo que realmente ocurre. Pero, ¿cuál es la frontera entre la alerta y la alarma? ¿No es la alarma una exageración capaz de poner sobre el tapete situaciones que “parecen” lejanas –como el propio arte-, pero que cuando es activada, produce la sensación de realidad, de que algo realmente puede pasar? Y para hacer posible la verosimilitud de lo que se cuenta, ¿no es necesario hacerlo en entornos cotidianos, inaprensibles por lo próximos, inoculando las cuestiones como virus indetectables a primera vista? Ante la probable pregunta de ¿qué tendrán que ver todas estas prácticas aquí mencionadas con el arte?, ¿no podríamos responder que el arte es capaz de presentar realidades que ilusoriamente creemos inexistentes o de poca monta? Si esperamos ver en este tipo de prácticas un arte que se constituye como tal, con sus propias leyes y reglas, no lo encontraremos. Quizás estamos demasiado acostumbrados a pensar que el arte no hace nada, que es inútil e inconsecuente. Sin embargo, muchísimo más a menudo de lo que se piensa, las producciones artísticas influyen en como el ser humano se define. Referencias -Colectivo Ztohoven: http://www.ztohoven.com , http://www.youtube.com/watch?v=gRprj-J8cXs -Hempreslaràdio: http://www.hempreslaradio.net -“Llévame al museo, papi”, de Guillermo Trujillano: http://www.youtube.com/watch?v=x9fPlDIX_Ko -Derren Brown: http://www.youtube.com/watch?v=f29kF1vZ62o -Rogelio López Cuenca: http://www.malagana.com -Joey Skaggs: http://www.joeyskaggs.com , http://pranks.com -Joan Fontcuberta: http://www.fontcuberta.com



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